Cuando lo fichamos, pensaba que fichábamos a un delantero móvil y creativo. Rarito, sí, que ya lo había dejado claro en un Ciudad de Vigo con el Spartak. Pero jamás imaginé lo que llegamos a ver después. Jamás vi fluir el fútbol en un equipo como lo vi el año que se juntaron él, Karpin, Mazinho y Penev, acompañados por todos los demás, que no eran mancos, claro. Pero él era la pieza que daba sentido a todo, interviniera o no en la jugada, porque llegó un momento en que los contrarios se obsesionaron tanto con él (con poco éxito, porque tenía esa capacidad para escapar de todas las trampas), que los caminos hacia la portería contraria se multiplicaban.
Era un genio y quizá por eso pensamos que era inconstante. Lo cierto es que era un competidor brutal, al que los astros se le alinearon para poner a su servicio un conjunto de futbolistas casi tan brutal como él, aunque fuera algo fugaz. En ese “casi” está la diferencia. Incluso cuando los demás bajaban el nivel, él siempre tiraba del equipo al modo que lo hace Iago: el que pueda, que me siga; no te voy a esperar ni voy a buscarte para pasarte la mano por el lomo. Lo que pasa es que no siempre fue suficiente, porque los otros o no podían o no sabían o no querían. Así sucedió en la final de Copa de Sevilla e, incluso, en el último año antes del descenso, en aquella temporada nefanda en la que algunos se dejaban meter los goles en casa de cinco en cinco. Él fue de los pocos que intentaron mantener la compostura mientras hubo opciones.
El tiempo es muy cabrón con los recuerdos y seguro que esconde los momentos no brillantes, pero, para mí, y que me perdone Iago, ha sido el mejor jugador que he visto con nuestra camiseta. Y, si me vengo arriba, con cualquier camiseta.