A este partido, aunque en el fondo siempre guarde un resquicio para el milagro, últimamente siempre acudo sin expectativas. Porque este Real Madrid que vi caer goleado en más de una ocasión se ha acostumbrado a ganar en Balaídos casi sin querer, mereciéndolo o dejándolo de hacer.
Y así acudí hoy nuevamente. Y me he vuelto a casa sereno, casi diría que contento sino fuese porque en esta fiesta del fútbol es hasta amoral estar contento cuando uno pierde. Porque del resto no tengo pegas. Y en ese resto incluyo el juego del equipo, la manera de defender, las distintas posibilidades para atacar, la competitividad y el ver un partido de fútbol disputado y vibrante. Y, lo más importante: la sensación permanente de que se está cociendo algo bueno, de que este equipo cada vez está mejor y de que hoy, por momentos, hasta olvidé que estábamos jugando sin el jugador más importante de nuestra historia. Y dio igual, porque con un grupo de chavales con apenas un puñado de partidos en primera división y cob otro grupo de jugadores, muchos de ellos con unas cualidades limitadas y otros con un rendimiento demostrado también más que limitado, le hicimos partido al campeón del Europa, y tal vez si terminaron sonriendo al final fue por el cábala que les acompaña aquí desde hace una década.
Y nada más. Bueno, o sí: un enorme aplauso para una afición inconmensurable que, hoy por hoy, convierte Balaídos en un jolgorio de animación que se ve ya en muy pocos lugares. Me lo paso bien con lo que veo en el campo y también lo hago con lo que veo en la grada.
Y sigo pensando que lo mejor está por venir.